21 abr 2010

AÑO SACERDOTAL JUNIO 2009 - JUNIO 2010


fechas de la vida del Cura de Ars

La vida y el ministerio de Juan María Vianney en algunas fechas…



- el 8 de mayo de 1786: Juan María Vianney nace en Dardilly, cerca de Lyon. Es el cuarto de seis hijos, y vivirá la infancia en la granja del padre, durante la atormentada época de la Revolución francesa.

- 1806: habiendo manifestado el deseo de hacerse sacerdote, Juan María Vianney empieza su formación con el Abad Balley, en el presbiterio de Ecully.

- el 23 de junio de 1815: después de una formación larga y a menudo difícil, es ordenado diácono en Lyon.

- el 13 de agosto de 1815: es ordenado sacerdote en Grenoble por Mons. Simon. Es llamado entonces como vicario por el Abad Balley en Ecully.

- el 13 de febrero de 1818: llega a Ars como asistente de la iglesia.

- 1821: Ars recibe el estatuto de parroquia y Juan María Vianney es nombrado párroco.

- A partir del 1822, emprende los trabajos de restauración y decoración de la iglesia, tarea que llevará adelante hasta su muerte.

- 1823: es restablecida la diócesis de Belley, de la cual depende la parroquia de Ars.

- 1824: abre la Casa de la Providencia con el objetivo de abrir una escuela gratuita para las jóvenes; se convertirá más tarde en un orfanato.

- Hacia el 1830: principio de la afluencia de los peregrinos y de los penitentes a Ars. Continuarán a ser cada vez más numerosos hasta su muerte. El Cura de Ars no podrá más dejar, en práctica, su parroquia; se ocupará exclusivamente de los parroquianos y de los peregrinos.

- 1843: grave enfermedad del Santo Cura, que precede la primera “fuga” de Ars. Realizará otros tres intentos de fuga, puesto de frente a la amplitud de su responsabilidad de Párroco y conciente de sus debilidades.

- En 1849, funda la escuela masculina, y la confía a los Hermanos de la Sagrada Familia de Belley.

- A partir del 1853, un equipo de misioneros diocesanos va a ayudar al Santo Cura, “prisionero” del confesionario y asediado por los peregrinos.

- 1858: ese año se cuentan unos 100.000 peregrinos en Ars. El Cura de Ars pasa hasta 17 horas al día en el confesionario.

- el 4 de agosto de 1859: el Cura de Ars muere agotado, aproximadamente a las dos de la mañana, en su presbiterio.

- el 8 de enero de 1905: beatificación por obra del Papa Pío X; es declarado “patrón de los sacerdotes de Francia.”

- el 31 de mayo de 1925: canonización por obra del Papa Pío XI.

- 1929: es declarado “patrón de todos los párrocos del universo” por el Papa Pío XI.

- el 6 de octubre de 1986: el Papa Juan Pablo II hace una peregrinación a Ars.


El mensaje del Santo Cura

El mensaje del Santo Cura de Ars para nosotros hoy, resumido en pocos puntos…

Hombre de oración

Largos momentos transcurridos delante del tabernáculo, una verdadera intimidad con Dios, un abandono total a su voluntad, un rostro transfigurado…todos elementos que impresionaban a los que lo encontraban y dejaban percibir la profundidad de su vida de oración y de su unión con Dios. Para no hablar de su gran alegría y de su verdadera amistad con Dios: “Os amo, oh mi Dios y mi sólo deseo es de amaros hasta el último respiro de mi vida.” Una amistad que sobrentiende una reciprocidad como dos trozos de cera, precisaba J. M. Vianney, que, una vez fundidos, ya no pueden ser separados ni identificados; así sucede a nuestra alma con Dios cuando rezamos…



El corazón pulsante: la Eucaristía celebrada y adorada

“¡Él está allí!” exclamaba el Santo Cura mirando el tabernáculo. Hombre de la Eucaristía, celebrada y adorada: “No hay nada más grande que la Eucaristía”, exclamaba. Quizás lo que más le impresionaba era constatar que su Dios estaba allí, presente para nosotros en el tabernáculo: “¡Él nos espera!.” La toma de conciencia de la presencia real de Dios en el Santo Sacramento fue quizás una de sus más grandes gracias y una de sus más grandes alegrías. Dar Dios a los hombres y los hombres a Dios: el sacrificio eucarístico se convierte muy pronto en el corazón de sus días y de su pastoral.



Obsesionado por la salvación de los hombres

Es quizás lo que resume mejor cuanto ha sido el Santo Cura durante sus 41 años de presencia en Ars. Obsesionado por la propia salvación y por aquella de los demás, especialmente de los que venían a él o que le habían sido confiados. Como Párroco, tendrá que “rendir cuenta” a Dios, decía. Para que cada uno pudiera apreciar la alegría de conocer a Dios y de amarlo, de saber que Él nos ama… así se afanó sin detenerse J. M. Vianney.



Mártir del confesionario

A partir del 1830, millares de personas vendrán a Ars para confesarse con él y más de 100.000 en el último año de su vida… Hasta 17 horas al día, clavado en su confesionario para reconciliar a los hombres con Dios y entre ellos, el Cura de Ars es un verdadero mártir del confesionario, subrayaba Juan Pablo II. Conquistado por el amor de Dios, admirado delante de la vocación del hombre, medía la locura que implicaba el querer separarse de Dios. Quería que cada uno estuviera libre de poder gustar del amor de Dios.



Al corazón de su parroquia, un hombre auténticamente social

“No se sabe cuánto hizo el Santo Cura en el social”, refiere uno de sus biógrafos. Viendo en cada uno de sus hermanos la presencia del Señor, no se dio paz en socorrerlos, ayudarlos, aliviar sus sufrimientos o sus heridas, crear las condiciones para que cada uno se sintiera libre y realizado. Orfanato, escuelas, el cuidado de los más pobres y de los enfermos, incansable constructor… nada le escapa. Acompaña a las familias y se esfuerza de protegerlas de todo lo que puede destruirlas (alcohol, violencia, egoísmo…). En su pueblo, trata de considerar al hombre en todas sus dimensiones (humana, espiritual, social).



Patrón de todos los párrocos del universo

Beatificado en el 1904, será declarado el mismo año, el 12 de abril, patrón de los sacerdotes de Francia por San Pío X. En el 1929, cuatro años después de su canonización, el Papa Pío XI lo declarará “patrón de todos los párrocos del universo.” El Papa Juan Pablo II confirmará esta idea recordando en tres ocasiones que “el Cura de Ars permanece para todos los países un modelo sin igual de la realización del ministerio y al mismo tiempo de la santidad del ministro.” “¡Oh, de verdad el sacerdote es algo grande!”, exclamaba Juan María Vianney, porque puede dar Dios a los hombres y los hombres a Dios; es el testigo de la ternura del Padre hacia cada uno y el artífice de la salvación.

El Cura de Ars, un gran hermano en el sacerdocio, al que cada sacerdote del mundo puede venir a confiar su ministerio o su vida sacerdotal.



Una llamada universal a la santidad

“Te enseñaré el camino del Cielo”, había contestado al pastorcito que le indicaba el camino hacia Ars, es decir, te ayudaré a que seas santo. “¡Dónde pasan los santos, Dios pasa con ellos!” afirmará más tarde. Al fin, invitaba a cada uno a dejarse santificar por Dios, a buscar a través de todos los medios esta unión con Dios, aquí abajo y para la eternidad.

SAN JUAN MARÍA VIANNEY [1786-1859]

- Una vida bajo la mirada de Dios -



Vida del Santo Cura - Principales biografías sobre el Cura de Ars



Vida del Santo Cura

Nacido el 8 de mayo de 1786 en Dardilly, cerca de Lyon, en una familia de agricultores, Juan María Vianney conoce una infancia marcada por el fervor y el amor de sus padres. El contexto de la Revolución francesa ejercerá una fuerte influencia en su juventud: hará su primera confesión a los pies del gran reloj, en el salón de la casa natal, y no en la iglesia del pueblo, y recibirá la absolución por un sacerdote clandestino.



Dos años más tarde, hace su primera comunión en un henil, durante una Misa clandestina celebrada por un sacerdote rebelde. A 17 años, decide responder a la llamada de Dios: “Quisiera ganar almas al Buen Dios”, le dirá a su madre, Marie Béluze. Su padre, en cambio, se opone por dos años a este proyecto, porque hacen falta brazos en la casa paterna.



A 20 años empieza a prepararse para el sacerdocio con el abad Balley, Párroco de Ecully. Las dificultades lo harán crecer: pasa rápidamente del desaliento a la esperanza, va en peregrinación a Louvesc, al sepulcro de San Francisco Regis. Es obligado a desertar cuando es llamado para entrar en el ejército e ir a combatir durante la guerra en España. El abad Balley, en cambio, sabrá ayudarlo durante estos años caracterizados por muchas pruebas. Ordenado sacerdote en 1815, en un primer tiempo es vicario en Ecully.



En el 1818, es enviado a Ars. Allí, despierta la fe de sus parroquianos con sus sermones, pero sobre todo con su oración y su estilo de vida. Se siente pobre delante a la misión que debe cumplir, pero se abandona a la misericordia de Dios. Restaura y adorna la iglesia, funda un orfanato que le da el nombre de “Providencia” y se ocupa de los más pobres.



Muy rápidamente, su reputación de confesor atrae numerosos peregrinos que a través de él buscan el perdón de Dios y la paz en el corazón. Atacado por muchas pruebas y luchas interiores, mantiene su corazón bien arraigado en el amor de Dios y a los hermanos; su única preocupación es la salvación de las almas. Sus lecciones de catecismo y sus homilías hablan sobre todo de la bondad y de la misericordia de Dios. Sacerdote que se consuma de amor delante del Santo Sacramento, todo donado a Dios, a sus parroquianos y a los peregrinos, muere el 4 de agosto de 1859, luego de haberse entregado hasta el extremo del Amor. Su pobreza no era finjida. Sabía que un día habría muerto como “prisionero del confesionario”. Tres veces intenta huir de su parroquia, creyéndose indigno de la misión de Párroco, y creyendo ser más bien una pantalla a la bondad de Dios que un vector de su Amor. La última vez, fue unos seis años antes de su muerte. Fue recuperado por sus parroquianos, que habían hecho sonar en plena noche la campana a martillo. Enseguida fue a su iglesia y se puso a confesar hasta la una de la mañana. Dirá el día siguiente: “me he comportado como un niño.” En ocasión de sus exequias, la muchedumbre contaba con más de mil personas, entre ellos el obispo y todos los sacerdotes de la diócesis, que vinieron a abrazar a quien ya era su modelo.



Beatificado el 8 de enero de 1905, el mismo año ha sido declarado “patrón de los sacerdotes de Francia.” Canonizado en el 1925 por Pío XI, el mismo año de Santa Teresa del Niño Jesús, será proclamada en el 1929 “patrón de todos los párrocos del universo.” El Papa Juan Pablo II ha venido a Ars en el 1986.

Hoy Ars acoge cada año a 450.000 peregrinos y el Santuario propone diferentes actividades. En el 1986 ha sido abierto un seminario para formar los futuros sacerdotes según la escuela de “Monsieur Vianney.” ¡En efecto, dónde pasan los santos, Dios pasa con ellos!


Palabras del Santo Cura de Ars sobre...
Algunos extractos de palabras del Santo Cura…



Con sus palabras, Juan María Vianney supo tocar los corazones y conducirlos hacia Dios





Misericordia y sacramento del perdón

¡Si comprendiéramos bien lo que significa ser un hijo de Dios, no podríamos hacer el mal (…) ser hijos de Dios, oh la bella dignidad!



La misericordia de Dios es como un arroyo desbordado. Arrastra los corazones cuando pasa.



No es el pecador que vuelve a Dios para pedirle perdón, es Dios que corre detrás del pecador y lo hace volver a Él.



Demos entonces esta alegría a este Padre bueno: volvemos a Él … y seremos felices.



El buen Dios siempre está dispuesto a recibirnos. ¡Su paciencia nos espera!



Hay quienes se dirigen al Eterno Padre con un corazón duro. ¡Oh, cómo se equivocan! El Eterno Padre, para desarmar su justicia, ha dado a su Hijo un corazón excesivamente bueno: no se da que no se tiene…



Hay quienes dicen: “hice demasiado mal, el Buen Dios no puede perdonarme.” Se trata de una gran blasfemia. Equivale a poner un límite a la misericordia de Dios, que no tiene: es infinita.



Nuestros errores son granos de arena al lado de la grande montaña de la misericordia de Dios.



Cuando el sacerdote da la absolución, es necesario pensar sólo en una cosa: que la sangre del buen Dios se derrama sobre nuestra alma para lavarla, purificarla y hacerla bella cuanto lo era después del bautismo.



El buen Dios, al momento de la absolución, tira detrás de sus espaldas nuestros pecados, es decir se olvida, los cancela: no reaparecerán jamás.



No se hablará nunca más de los pecados perdonados. ¡Han sido cancelados, no existen más!







La Eucaristía y la comunión



Todas las buenas obras juntas no equivalen al sacrificio de la Misa, porque son obras de los hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios.



No hay nada más grande que la Eucaristía.



¡Oh mi hijos!, ¿qué hace Nuestro Señor en el Sacramento de su amor? Ha tomado su corazón bueno para amarnos, y extrae de este corazón una transpiración de ternura y de misericordia para ahogar los pecados del mundo.



¡Allí está quien nos ama tanto! ¿Por qué no amarlo?



El nutrimento del alma es el cuerpo y la sangre de un Dios. ¡Si uno lo piensa, se puede perder por la eternidad en este abismo de amor!



Venid a la comunión, venid a Jesús, venid a vivir de Él, para vivir por Él.



El buen Dios, queriendo darse a nosotros en el sacramento de su amor, nos ha dado un deseo profundo y grande que sólo Él puede satisfacer.



¡La comunión produce en el alma como un golpe de fuelle en un fuego que comienza a apagarse, pero donde todavía hay muchas brasas!



Cuando hemos comulgado, si alguien nos dijera: “¿Qué os lleváis a casa"?, podríamos responder: “Me llevo el cielo.”



No decís que no sois dignos. Es cierto: no sois dignos, pero lo necesitáis.



La oración



La oración no es otra cosa que unión con Dios.



La oración es una dulce amistad, una familiaridad sorprendente (…) es un dulce coloquio de un niño con su Padre.



Más se reza, más se quiere rezar.



Tenéis un corazón pequeño, pero la oración lo agranda y lo hace capaz de amar a Dios.



No son las largas ni las bonitos oraciones que el buen Dios mira, sino las que vienen del fondo del corazón, con un gran respeto y un verdadero deseo de gustar a Dios.



¡Cuánto un pequeño cuarto de ahora que robamos a nuestras ocupaciones, a algunas cosas inútiles, para rezar le gusta!



La oración privada se asemeja a la paja esparcida por aquí y por allá en un campo. Si se enciende fuego, la llama tiene poco ardor, pero si se agrupa la paja esparcida, la llama se hace abundante y se levanta hacia el cielo: así es la oración pública.



El hombre es un pobre que necesita pedirle todo a Dios.



El hombre tiene una hermosa función, aquella de rezar y de amar… He aquí la felicidad del hombre sobre la tierra.



Vamos, mi alma, ve a conversar con el buen Dios, a trabajar con Él, a caminar con Él, a combatir y sufrir con Él. Trabajarás, pero Él bendecirá tu trabajo; caminarás, pero Él bendecirá tus pasos; sufrirás, pero Él bendecirá tus lágrimas. ¡Cuánto es grande, cuánto es noble, cuánto es consolador hacer todo en compañía y bajo la mirada del buen Dios, y pensar que Él ve todo, cuenta todo!…



El sacerdote



El orden: es un sacramento que pareciera que no se refiere a ninguno de vosotros y es un sacramento que se refiere a todos.



Es el sacerdote que continúa la obra de Redención sobre la tierra.



Cuando veis al sacerdote, pensáis en Nuestro Señor Jesucristo.



El sacerdote no es sacerdote para él mismo, lo es para vosotros.



Vais a confesaros con la Santa Virgen o con un ángel. ¿Os absolverán? ¿Os darán el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor? No, la Santa Virgen no puede hacer descender su Hijo divino en la hostia. Aunque tuvierais doscientos ángeles para vosotros allá, no os podrían absolver. Un sacerdote, por cuanto simple sea, puede hacerlo. Os puede decir: andáis en paz, os perdono.



¡Oh! ¡el sacerdote es de veras algo grande!



Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el más grande tesoro que el buen Dios pueda conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina.



El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús.



Dejáis una parroquia por veinte años sin sacerdote: se adorarán las bestias.



La Virgen María



La Virgen María es esta bella criatura que nunca disgustó al buen Dios.



El Padre ama mirar el corazón de la Santa Virgen María como la obra maestra de sus manos.



Jesucristo, después de habernos dato todo cuanto podía darnos, quiere todavía hacernos herederos de lo que tiene de más precioso, es decir de su Santa Madre.



La Virgen María nos ha generado dos veces, en la encarnación y a los pies de la Cruz: es, pues, dos veces nuestra Madre.



¡No se entra en una casa sin hablar al portero! ¡Pues bien, la Santa Virgen es la portera del Cielo!



El Ave Maria es una oración que no cansa nunca.



Todo lo que el Hijo pide al Padre se lo concede. Todo aquello que la Madre pide al Hijo le es igualmente concedido.



El medio más seguro para conocer la voluntad de Dios, es rezar a nuestra buena Madre.



Cuando nuestras manos han tocado aromas, perfuman todo lo que tocan. Hagamos pasar nuestras oraciones a través de las manos de la Santa Virgen, las perfumará.



Pienso que, al final del mundo, la Santa Virgen estará muy tranquila, pero hasta que el mundo dure, se la tira de todos lados…


ORACIÓN PARA EL AÑO SACERDOTAL

Pronunciada por el Santo Padre (19-06-2009)



Señor Jesús:

Tu has querido dar a la Iglesia, en San Juan María Vianney, una imagen viviente y una personificación de tu caridad pastoral, haz que en su compañía y ayudados por su ejemplo vivamos plenamente este Año Sacerdotal.

Haz que, como El, podamos aprender delante de tu Eucaristía cuánto sea simple y cuotidiana tu Palabra que nos instruye; cuánto sea tierno el amor con el que acoges a los pecadores arrepentidos y cuánto sea consolador abandonarse confidencialmente a tu Madre Inmaculada.

Haz, Señor, que, por intercesión del Santo Cura de Ars, las familias cristianas lleguen a ser “pequeñas Iglesias” en las que todas las vocaciones y los carismas, infundidos por el Espíritu Santo, puedan ser acogidos y valorizados. Concédenos, Señor, poder repetir, con el mismo ardor del Santo Cura, las palabras que el mismo solía dirigirte:

“Te amo, mi Dios, y mi solo deseo
es amarte hasta el último respiro de mi vida.
Te amo, oh Dios infinitamente amable,
y prefiero morir amándote
antes que vivir un solo instante si amarte.
Te amo, Señor, y la única gracia que te pido
es aquella de amarte eternamente.

Dios mío, si mi lengua
no pudiera decir que te amo en cada instante,
quiero que mi corazón te lo repita
tantas veces cuantas respiro.

Te amo, oh mi Dios Salvador,
porque has sido crucificado por mi,
y me tienes acá crucificado por Ti.
Dios mío, dame la gracia de morir amándote
y sabiendo que te amo”. Amen.


CARTA DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
PARA LA CONVOCACIÓN DE
UN AÑO SACERDOTAL
CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DEL DIES NATALIS DEL SANTO CURA DE ARS


Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús —jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero—[1]. Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars[2]. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”[3]. Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”[4]. Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”[5]. Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”[6].

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión[7]. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Ángelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía[8].

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal[9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”[10]. En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”[11].

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía[12]. “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”[13]. Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”[14]. “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”[15]. Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”[16]. Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”[17]. Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”[18]. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”[19].

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas”[20]. Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua”[21]. En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”[22]. “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”[23].

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”[24]. Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”[25]. A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis”[26], decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”[27]. Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”[28]. Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”[29].

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas[30]. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”[31]. Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”[32]. Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”[33]. Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo[34].

La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana”[35]. El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”[36], sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo”.[37] Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”[38]. Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”[39]. Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”[40]. También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado[41]. También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”[42]. Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”[43]. Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”[44].

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo”[45]. A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”.[46] Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”.[47] Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo[48]. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva[49]. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854”[50]. El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”[51].

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.

Con mi bendición.

Vaticano, 16 de junio de 2009.

BENEDICTUS PP. XVI



INAUGURACIÓN DEL AÑO SACERDOTAL
EN EL 150° ANIVERSARIO DE LA MUERTE
DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Viernes 19 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En la antífona del Magníficat dentro de poco cantaremos: "Nos acogió el Señor en su seno y en su corazón", "Suscepit nos Dominus in sinum et cor suum". En el Antiguo Testamento se habla veintiséis veces del corazón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: el hombre es juzgado en referencia al corazón de Dios. A causa del dolor que su corazón siente por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero después se conmueve ante la debilidad humana y perdona. Luego hay un pasaje del Antiguo Testamento en el que el tema del corazón de Dios se expresa de manera muy clara: se encuentra en el capítulo 11 del libro del profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con el que el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo" (v. 1). En realidad, a la incansable predilección divina Israel responde con indiferencia e incluso con ingratitud. "Cuanto más los llamaba —se ve obligado a constatar el Señor—, más se alejaban de mí" (v. 2). Sin embargo, no abandona a Israel en manos de sus enemigos, pues "mi corazón —dice el Creador del universo— se conmueve en mi interior, y a la vez se estremecen mis entrañas" (v. 8).

¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de Dios por el hombre. No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el rechazo del pueblo que se ha escogido; más aún, con infinita misericordia envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, restituya la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado. Todo esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es su costado atravesado por una lanza. A este respecto, un testigo ocular, el apóstol san Juan, afirma: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34).

Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias porque, respondiendo a mi invitación, habéis venido en gran número a esta celebración con la que entramos en el Año sacerdotal. Saludo a los señores cardenales y a los obispos, en particular al cardenal prefecto y al secretario de la Congregación para el clero, así como a sus colaboradores, y al obispo de Ars. Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de los diversos colegios de Roma; a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssif Younan, patriarca de Antioquía de los sirios, que ha venido a Roma para encontrarse conmigo y manifestar públicamente la "ecclesiastica communio" que le he concedido.

Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar juntos el Corazón traspasado del Crucificado. En la lectura breve, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, acabamos de escuchar una vez más que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (...) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los cielos. En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista san Juan escribe: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades humanas para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas.

Aunque es verdad que la invitación de Jesús a "permanecer en su amor" (cf. Jn 15, 9) se dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de santificación sacerdotal, esa invitación resuena con mayor fuerza para nosotros, los sacerdotes, de modo particular esta tarde, solemne inicio del Año sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Me viene inmediatamente a la mente una hermosa y conmovedora afirmación suya, recogida en el Catecismo de la Iglesia católica: "El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús" (n.1589).

¿Cómo no recordar con conmoción que de este Corazón ha brotado directamente el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los presbíteros hemos sido consagrados para servir, humilde y autorizadamente, al sacerdocio común de los fieles? Nuestra misión es indispensable para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad plena a Cristo y unión incesante con él, o sea, permanecer en su amor; esto exige que busquemos constantemente la santidad, el permanecer en su amor, como hizo san Juan María Vianney.
En la carta que os he dirigido con motivo de este Año jubilar especial, queridos hermanos sacerdotes, he puesto de relieve algunos aspectos que caracterizan nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la enseñanza del santo cura de Ars, modelo y protector de todos nosotros los sacerdotes, y en particular de los párrocos. Espero que esta carta os ayude e impulse a hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y consolidar su reino, para difundir su amor, su verdad. Y, por tanto, "a ejemplo del santo cura de Ars —así concluía mi carta—, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".

Dejarse conquistar totalmente por Cristo. Este fue el objetivo de toda la vida de san Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el Año paulino, que ya está a punto de concluir; y esta fue la meta de todo el ministerio del santo cura de Ars, a quien invocaremos de modo especial durante el Año sacerdotal. Que este sea también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio es ciertamente útil y necesario el estudio, con una esmerada y permanente formación teológica y pastoral, pero más necesaria aún es la "ciencia del amor", que sólo se aprende de "corazón a corazón" con Cristo. Él nos llama a partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su nombre. Precisamente por este motivo no debemos alejarnos nunca del manantial del Amor que es su Corazón traspasado en la cruz.

Sólo así podremos cooperar eficazmente al misterioso "designio del Padre", que consiste en "hacer de Cristo el corazón del mundo". Designio que se realiza en la historia en la medida en que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones humanos, comenzando por aquellos que están llamados a estar más cerca de él, precisamente los sacerdotes. Las "promesas sacerdotales", que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que renovamos cada año, el Jueves santo, en la Misa Crismal, nos vuelven a recordar este constante compromiso.

Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben volvernos a conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al contemplarlo, deben sentirse impulsados por él al necesario "dolor de los pecados" que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aún más para los ministros sagrados. A este respecto, ¿cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en "ladrones de las ovejas" (cf. Jn 10, 1 ss), ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las atan con lazos de pecado y de muerte? También se dirige a nosotros, queridos sacerdotes, el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Misericordia divina; asimismo, debemos dirigir con humildad una súplica apremiante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar.

Hace poco he podido venerar, en la capilla del Coro, la reliquia del santo cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino, que se conmovía al pensar en la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con un tono conmovedor y sublime, afirmando que "después de Dios, el sacerdote lo es todo... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo" (cf. Carta para el Año sacerdotal). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y entrega, ya sea para conservar en el alma un verdadero "temor de Dios": el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, a las almas que nos han sido encomendadas, o —¡Dios no lo quiera!— de poderlas dañar.

La Iglesia necesita sacerdotes santos; ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de cada presbítero con la "caridad pastoral" capaz de configurar su "yo" personal al de Jesús sacerdote, para poderlo imitar en la entrega más completa.

Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, cuyo Inmaculado Corazón contemplaremos mañana con viva fe. El santo cura de Ars sentía una filial devoción hacia ella, hasta el punto de que en 1836, antes de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había consagrado su parroquia a María "concebida sin pecado". Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santísima Virgen, enseñando a los fieles que "basta con dirigirse a ella para ser escuchados", por el simple motivo de que ella "desea sobre todo vernos felices".

Que nos acompañe la Virgen santísima, nuestra Madre, en el Año sacerdotal que hoy iniciamos, a fin de que podamos ser guías firmes e iluminados para los fieles que el Señor encomienda a nuestro cuidado pastoral. ¡Amén!






HACIA LA CONCLUSIÓN DEL AÑO SACERDOTAL





Queridos Presbíteros:



La Iglesia goza de inmensa alegría por el Año Sacerdotal y agradece al Señor el haber inspirado al Santo Padre su proclamación. Todas las informaciones que llegan a Roma sobre las numerosas y múltiples iniciativas, organizadas por las Iglesias locales en el mundo entero para la realización de este año especial, son la prueba de que éste ha sido muy bien acogido y – podemos decir – que ha respondido a un verdadero y profundo deseo de los presbíteros y de todo el pueblo de Dios. Era hora de dar una atención especial, de reconocimiento y de voluntariedad al grande, trabajador e insustituible Presbiterio y a cada uno de los presbíteros de la Iglesia.



Es verdad que algunos presbíteros (pero proporcionalmente muy pocos) han cometido horribles y gravísimos delitos de abusos sexuales contra menores; hechos que debemos rechazar y condenar in modo absoluto e intransigente. Deberán responder ante Dios y ante los tribunales, también ante los civiles. Por supuesto, rezamos para que lleguen a una conversión espiritual y al perdón de Dios. Mientras, la Iglesia está decidida a no esconder y a no minimizar tales crímenes. Pero, sobre todo, estamos de parte de las víctimas y queremos sostenerlas en su recuperación y en sus derechos ofendidos.



Sin embargo, los delitos de algunos no pueden usarse en modo tal que embrutezcan el entero cuerpo eclesial de los presbíteros. Quien obra así comete una clamorosa injusticia. En este Año Sacerdotal la Iglesia busca el modo de comunicarlo a la comunidad humana. Cualquier persona, con sentido común y buena voluntad, lo entiende.



Habiendo hablado necesariamente de todo lo anterior, volvamos a lo nuestro, queridos presbíteros. Una vez más, queremos repetir que reconocemos quienes sois y cuanto hacéis en la Iglesia y en la sociedad. La Iglesia os ama, os admira y os respeta. Sois una gran alegría para nuestro pueblo católico, que os acoge y apoya, sobre todo en estos momentos de sufrimiento.



Dos meses más y llegaremos a la conclusión del Año Sacerdotal. Queridos sacerdotes, el Papa os invita de todo corazón a venir a Roma para dicha conclusión los días 9, 10 y 11 del próximo junio. ¡Que vengáis de todos los países del mundo! De los países más cercanos a Roma se espera miles y miles de vosotros, ¿no es verdad? Entonces, no rechacéis la fuerte y cordial invitación del Santo Padre. Venid y Dios os bendecirá. El Papa quiere confirmar a los presbíteros de la Iglesia. La numerosa presencia de todos en la Plaza de San Pedro llegará a ser una forma propositiva y responsable de los presbíteros a presentarse, prontos y sin temores, para el servicio en favor de la humanidad, que Jesucristo os ha entregado. Vuestra presencia visible en la plaza será una proclamación, ante el mundo actual, del vuestro envío a este mundo, no para condenarlo sino para salvarlo (cfr. Jn. 3, 17 y 12, 47). En tal contexto, el gran numero de presencias tendrá un significado especial.



Entorno a la presencia numerosa de presbíteros en la conclusión del Año Sacerdotal, en Roma, existe todavía un motivo particular, que hoy se coloca en el corazón de la Iglesia. Se trata de ofrecer a nuestro amadísimo Papa Benedicto XVI nuestra solidariedad y nuestro apoyo, nuestra confianza y nuestra comunión incondicionada ante los frecuentes ataques, que se dirigen contra su Persona en el momento actual en el ámbito de las decisiones acerca de los clérigos, que han incurrido en delitos sexuales contra menores. Las acusaciones contra el Papa son evidentemente injustas, y se ha demostrado que nadie ha hecho tanto como Benedicto XVI para condenar y combatir correctamente tales crímenes. Por eso, la presencia masiva de presbíteros en la plaza con el Papa será un fuerte señal de nuestro decidido rechazo a los injustos ataques de los que es víctima. Así pues, venid también para apoyar públicamente al Santo Padre.



La conclusión del Año Sacerdotal no será un final, sino más bien un nuevo inicio. Nosotros – el Pueblo de Dios y los pastores – queremos dar gracias al Señor por este tiempo privilegiado de oración y de reflexión sobre el sacerdocio. Al mismo tiempo, nos proponemos ser siempre más atentos a todo aquello que el Espíritu Santo quiere comunicarnos. Mientras, volveremos al ejercicio de nuestra misión en la Iglesia y en el mundo, con renovada alegría y con el convencimiento de que Dios, Señor de la historia, permanece con nosotros en los momentos de crisis y en los nuevos tiempos.



La Virgen María, Madre y Reina de los sacerdotes, interceda por nosotros y nos inspire en el seguimiento de su Hijo Jesucristo, Nuestro Señor.



Roma, 12 de abril de 2010







Cardenal Cláudio Hummes

Arzobispo Emérito de São Paulo

Prefecto de la Congregación para el Clero

El Papa invita a los sacerdotes a tomar parte al Encuentro Internacional de Sacerdotes
El Papa invita a los sacerdotes a tomar parte al Encuentro Internacional de Sacerdotes
con ocasión de la clausura del Año Sacerdotal, en Roma, 9-11 junio 2010



“Que el Año Sacerdotal sea una ulterior ocasión para los religiosos presbíteros, para intensificar el camino de santificación, y para todos los consagrados y las consagradas, un estímulo para acompañar y apoyar su ministerio con oración ferviente. Este año de gracia tendrá un momento culminante en Roma el próximo junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al que invito a cuantos ejercen el Sagrado Ministerio”.

Papa Benedicto XVI,
Homilía en las vísperas de la Fiesta de la
Presentación del Señor, 2 febrero 2010

ENCUENTRO INTERNACIONAL

DE SACERDOTES
Roma, 9/11 junio 2010



“FIDELIDAD’ DE CRISTO,

FIDELIDAD DEL SACERDOTE”

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